Todavía cabalga la luna en el cielo cuando por el este el sol se asoma como un amenazante disco de fuego. Largos jirones de niebla llegan del desierto cubriendo la tierra y envolviendo las torres del castillo. El ambiente es húmedo y frío.
Por el lado del mar las olas lamen la base de la enorme fortaleza mientras los primeros rayos de luz permiten a la tropa situada en lo alto de los muros distinguir la alfombra de tiendas que rodean el castillo. Hasta más allá de donde alcanza la vista. En ellas, como un desafío para los defensores de la ciudadela cristiana ondea el estandarte con la media luna. Tras la salida del sol las hogueras que dan luz al campamento árabe se van apagando y la actividad va en aumento.
Desde una de las murallas el maestre repasa la situación una vez más. Después de aguantar tres meses de asedio la comida escasea y las enfermedades empiezan a afectar a la población. La tropa tiene la moral baja por la falta de actividad y no hay día en el que no surjan broncas entre los soldados que habitan el castillo. Incluso entre las órdenes militares han surgido rencillas. Por el momento el agua no es un problema gracias a los pozos que hay en el interior. Pero si el asedio se prolonga terminarán por secarse. Para hacer frente a los veinticinco mil árabes bajo las ordenes del sanguinario Sultán Baibars el maestre cuenta con tres mil soldados de a pie y cuatrocientos caballeros. De ellos, doscientos Hospitalarios, cincuenta teutones y ciento cincuenta Templarios.
Hasta hace poco llegaban suministros por mar gracias a la audacia de la flota veneciana. Pero tras el pacto al que ha llegado el sultán con los genoveses, eternos rivales de los venecianos, la flota enemiga ha bloqueado la entrada al puerto impidiendo la llegada de víveres a la fortaleza. El maestre está convencido de que el sultán no tardará en ordenar el asalto final. Sabe que Baibars es consciente de que en cualquier momento pueden llegar refuerzos de occidente.
Por este motivo piensa si no sería mejor emplear una estrategia más ofensiva. Utilizar la sorpresa de un ataque y no pasar los días aguardando la muerte como ovejas en un matadero. Mientras observa como el sol cambia su color rojo por un tono amarillento piensa como convencer al maestre de la Orden del Hospital para organizar un ataque. Su plan es tomar por sorpresa al ejército de enemigo. Una acción combinada de las dos órdenes abriría una brecha entre los árabes. Y por ella podrían asegurar una vía de salida para evacuar la ciudad. Si actúan con rapidez cree posible llegar hasta el punto de la costa donde las naves venecianas están esperando.
Con estos pensamientos empieza a descender la escalera de la muralla cuando de repente un silbido rasga el silencio. El silbido no trae ningún buen presagio. Alarmado alza la vista y tan solo tiene tiempo de ver como una enorme bola de fuego se estrella contra uno de los edificios. El proyectil de fuego griego esparce sus llamas abrasando a todo aquel que encuentra a su paso. El maestre ve con horror como desde las catapultas del campamento enemigo se elevan infinidad de proyectiles impregnados con brea ardiendo que caen tras los muros del castillo. La confusión y el pánico cunden en esta zona de la fortaleza, donde el sultán ha concentrado sus disparos.
El humo es tan denso que la visión se hace imposible. Edificios, animales y personas arden con cada nuevo impacto. El desbarajuste impide a los sargentos organizar la tropa para combatir las llamas. Es cuestión de tiempo que la pared exterior termine por ceder a causa de la intensidad del calor. Baibars, conociendo el alcance de su sorpresa, ha iniciado el bombardeo del muro con piedras que son catapultadas desde los flancos. Cada nuevo impacto debilita más la gruesa muralla. Un griterío ensordecedor arranca del campamento enemigo indicando que la tropa está lista para lanzarse al asalto.
Ante la visión del inminente desastre, el maestre del Temple corre hacia donde se encuentran el maestre Hospitalario y el Conde de Saint-Omer, primo del rey y máxima autoridad de la ciudad. Mientras avanza con dificultad entre cuerpos abrasados repasa sus argumentos. Debe encontrar la manera para convencerles. Debe persuadirles que la única solución es responder al ataque con una salida por sorpresa. Deben atacar la zona donde Baibars ha situado sus catapultas con el fin de inutilizarlas. Solo con cien caballeros serían suficientes para destruir las máquinas de guerra y acabar con los enemigos que las manejan.
Mientras, aprovechando la sorpresa el resto de la tropa abriría un paso entre la infantería enemiga para evacuar al máximo numero de personas. El humo impide que el Templario alcance a ver muy lejos mientras corre. Pero cuando llega al palacio principal se detiene horrorizado. Todo el edificio está en llamas. Varias bolas de fuego dirigidas con gran habilidad han logrado impactar en él de tal forma que nadie ha podido escapar de su interior. Desde fuera los gritos de la gente que ha quedado atrapada desgarran el alma. Entre ellos se encuentran el maestre de la Orden del Hospital y el primo del Rey.
Ahora, el maestre de la orden del Temple es la máxima autoridad de la plaza. El joven maestre regresa a la primera línea defensiva y reúne a sus comandantes. Apresuradamente les da instrucciones para organizar la salida pero se detiene al oír un estruendo que proviene del sur. El ruido anuncia la caída del muro arrastrando tras de sí una de las torres y parte del segundo muro interior. La brecha es demasiado grande para que los zapadores puedan cerrarla. El desastre hace que la tropa retroceda asustada. Una nube de polvo impide ver nada. Finalmente, cuando la polvareda se empieza a disipar un enjambre de sarracenos, gritando como posesos se lanzan al asalto.
El maestre se da cuenta de que la salida ya no es posible. Con la irrupción del enemigo en el interior la situación ha cambiado. La lucha es encarnizada y las oleadas de infieles se suceden tan rápido que la tropa se ve impotente para contener al enemigo. El aire adquiere un fuerte hedor a causa del humo, de la carne quemada y del característico olor a sangre. Los cadáveres se amontonan y el suelo se tiñe de rojo. Con destreza, el mariscal del Temple, verdadera autoridad militar en las batallas, dirige a los caballeros en formación de ataque hacia la columna de sarracenos. Tal es el ardor con que los templarios se entregan apoyados por un reducido grupo de Hospitalarios que se han unido que el enemigo empieza a retroceder. Con gran dificultad los asaltantes son finalmente expulsados y la tropa defensora recupera sus posiciones. Pero el precio que han pagado ha sido enorme.
Cientos de cuerpos cubren el campo de batalla y un espeso río de sangre tiñe el suelo. Por si fuera poco, los lamentos de los heridos añaden una macabra nota musical al espeluznante espectáculo en que se ha convertido la ciudad. Ni siquiera los bravos caballos han podido escapar del horror. Decenas de ellos yacen muertos junto a sus jinetes. El asalto ha sido rechazado, pero más de trescientos soldados y de sesenta caballeros han perdido la vida. Fuera, en el campamento enemigo Baibars se prepara para lanzar un segundo ataque. Sabe que si quiere la victoria no debe permitir que la tropa cristiana tenga tiempo de rehacerse. De inmediato ordena que las catapultas vuelvan a lanzar su mortífera carga sobre la ciudad. Sin apenas tiempo de trasladar a los heridos las letales bolas de fuego caen de nuevo sobre el lugar donde antes los dos ejércitos libraban la batalla.
En un intento desesperado por recobrar la situación, el joven maestre del Temple decide ordenar una salida y atacar la primera línea del enemigo. Para ello reúne cincuenta voluntarios. Y en contra de las órdenes de su mariscal él mismo se coloca al frente. Azuzando su caballo y seguido por sus hermanos el maestre se lanza al ataque. La salida del pequeño ejército toma por sorpresa a los sarracenos. Estos, al ver a los caballeros con sus mantos blancos y la bausant flameando huyen en desbandada. La retirada de los árabes es vista por la tropa cristiana, que desde lo alto de los muros estalla en gritos de alegría. Las catapultas, al no tener quién las alimente, dejan de escupir su ponzoñosa carga.
Pero Baibars, a quien el ataque lanzado por los Templarios también ha sorprendido, no tarda en reaccionar. Consciente de la superioridad de sus huestes ordena un contragolpe con su caballería. Y en pocos minutos los Templarios se ven rodeados por la elite del ejército del sultán diez veces más numerosa. Los árabes se entregan con saña al exterminio de los caballeros cristianos.
El joven maestre, sabedor que la muerte está cerca no deja de dar mandobles a izquierda y a derecha cercenando en cada uno de ellos cabezas y brazos enemigos. El sudor y el olor a sangre le embotan los sentidos. Los miembros le duelen por el esfuerzo y por los tajos que las espadas moras le provocan. A cada segundo que pasa sus movimientos son más y más lentos. Levantar el brazo o esquivar un golpe se convierte en un esfuerzo sobrehumano. Todo empieza a girar y las imágenes se suceden lentamente. Por debajo de la cota de malla siente como el sudor le empapa la camisa cuando de repente ve que una cimitarra desciende con fuerza hacia su cabeza……
Víctor despierta sobresaltado. Está bañado en sudor y tiene el cuerpo enrollado entre las sábanas. Los brazos le duelen y apenas puede mover las piernas. Se incorpora y ve que está en su cama
La imagen de sangre y cadáveres ha sido tan solo una pesadilla. Asustado se levanta y apoya los pies en el suelo. El frescor del piso le reconforta.
Mira su despertador que marca las tres de la madrugada. Escucha y solo oye el silencio. Ni su hermano pequeño ni sus padres han despertado a pesar de que la batalla que ha mantenido por librarse de las sábanas ha tenido que ser terrible.
fragmento de la novela Non Nobis Domine
Jordi Matilló (Barcelona 2012)
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